jueves, 1 de mayo de 2014

Toda relación recíproca es justa

Hacía cuatro horas que lo conocía y sentía que la relación venía de mucho más lejos. Él le había contado todo sobre sus viajes, su forma de ver el mundo, su manera de sentir. Y ella había respondido de la misma manera. Incluso hablando de cosas que no había confesado a nadie. “Es lo bueno que tiene hablar con un extraño, que no importa desvelar secretos. No me conoce y no me llegará nunca a conocer. Ni yo a él. Una relación recíproca”, había pensado.
Y eso que cuando se montó en ese incómodo autobús no quería hablar con nadie. Estaba demasiado decaída pensando en lo que dejaba atrás. Familia, amigos, su ciudad, su vida. Y todo por trabajo. Más bien por no tener trabajo. Se había sentado, había sacado un libro y se había puesto los cascos. Y entonces había llegado él. Alto, delgado, moreno, con barba desaliñada e hirsuta, ojos oscuros, penetrantes, llenos de vida y curiosidad. Pocos años más mayor que ella, pero, como luego pudo comprobar, había vivido el triple. Caminó encorvado hasta su sitio, porque incorporado tocaba el techo, y pidió, educadamente y con un irresistible acento argentino, que le dejara pasar a su asiento.
Cuando se puso en marcha el autobús los dos miraron con nostalgia por la ventanilla. Muchas personas decían adiós con la mano desde abajo, e incluso tiraban besos al aire, algunos con la mirada difusa por las lágrimas. Pero nadie se despedía de ellos.
Tan sólo debieron pasar cinco minutos desde que salieron de la estación hasta que él comenzó a hablarle. Le quemaba el silencio, se le notaba. Se justificó diciendo que en los viajes se conocía a mucha gente interesante. “Pero yo no lo soy” había pensado ella mientras sonreía educadamente. No quería hablar, pero no sabía cómo decirle que se callara sin ofenderle.
Así había comenzado todo. Y así había fluido hasta que él dijo las palabras malditas. Cuando alguien decía las palabras malditas ella solía callarse, mirar al suelo y sentirse avergonzada, para, finalmente, fingir que estaba de acuerdo con algo con lo que discrepaba por completo. Las palabras malditas eran “Yo no me ato a nada ni a nadie, soy libre” o “una relación conlleva dependencia y la dependencia no es justa”, o “es mejor estar solo que tener que acomodarse a los gustos de otro”, o “yo no echo de menos a mi familia, tan sólo a mis amigos”, había muchas maneras de expresar las palabras malditas. En realidad, era un sentimiento maldito.
No lo entendía. Parecían tener miedo a quedarse en una ciudad mucho tiempo, a ir a admitir que necesitan a sus padres como el niño que les niega el beso porque están sus amigos delante, a enamorarse… Como si vivir en una ciudad un largo periodo fuese raro o malo. Como si querer estar con la familia fuera cosa de niños mimados. Como si tener pareja fuese sinónimo de ser prisionero. Ella siempre había creído que era de una ciudad, y esa ciudad era la suya, por muchas otras que viera o en las que viviera. Que tenía unos padres, y ellos tenían una hija, y que era perfectamente normal querer pasar tiempo con aquellas personas que le habían dado la vida. Y, sobre todo, que el amor no era privativo, sino completivo. Sobre todo si amas a alguien y ese alguien también te ama. La libertad no tiene por qué conllevar la soledad, porque toda relación recíproca es justa.


Pero no dijo nada. Miró al suelo avergonzada y mintió: “por eso me he ido… no quiero atarme a nada ni a nadie”.

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